miércoles, 7 de mayo de 2008
Mi abuela y los judíos
Después de dos noches en el Momos, un hostalito en el centro de Tel Aviv, ya tenía los prejuicios suficientes, como para pensarlo dos veces antes de entablar amistad con cualquier judío. Según me habían informado, el respeto a la Ley de Dios en ese país estaba hasta en la sopa. Tanto así, que todo se clasificaba en puro e impuro. Es decir era casi como oír hablar de mi abuela con sus discursos del pecado, que muy a pesar mío no lograba eliminar de mi conciencia desde la infancia. Así que cuando recibí una llamada desconocida que en un español con acento hebreo, me invitaba a tomar café, la rechacé sin siquiera darme la molestia de ser cortés.
Luego me enteré que se trataba de un tipo muy agradable, amigo del dueño del hostal, que nos ayudó como intérprete al momento de registrarnos. Pero el asunto no quedó ahí, tuvimos que recurrir a él varias veces por las dificultades del idioma, y él siempre tan dispuesto y cordial, que llegué a sentirme incómoda. Una tarde, me anunciaron otra llamada en el recibidor, la misma voz y la misma invitación. Volví a rechazarlo, pero al menos esta vez di una excusa razonable y agradecí la gentileza, admito que esperé que insistiera, pero no lo hizo.
Al día siguiente, mis amigos y yo tomábamos una cerveza en un bar de la playa, cuando lo vi dando un paseo en bicicleta y detenerse en una heladería de en frente, al mismo tiempo, un niño como de seis años también en bici, compró un helado. Observé como los dos iniciaron conversación y al poco rato estaban riendo a carcajadas, hasta que vino un señor alto que parecía ser el papá del chico y se lo llevó de mal humor. Eso fue suficiente para que yo bajara la guardia y buscara la oportunidad de que me volviera a invitar. Fue inútil, entonces descubrí que los judíos también son dignos, así que terminé invitándole yo.
Un café turkish con baklava una mañana, cerca del muelle de Yaffo, y otro espresso en las terrazas del Opera Tower después de comer spaghetti una noche, fueron suficientes para concluir que mi abuela y los judíos no se parecían tanto como pensaba. Pero aún quedaba más por descubrir.
La invitación al tercer café llegó, e incluía cena y otras cosas en su departamento. Y como ya dije, eso de los pecados yo lo tenía bien claro todo el tiempo. Así que haciendo caso a la infalible voz de mi abuela, dije un “no gracias, hasta ahí nomás, yo ya me tengo que ir”. Y en efecto me fui, para Bersheva, venciendo las tentaciones de la carne. Pero me quedé pensando y pensando, en las monjitas de mi escuela, en el catecismo, en el libro de cantos Ritmos del Pueblo de Dios, y por supuesto en mi abuelita y los famosos judíos y en especial en uno no tan famoso que gustaba del café y los helados.
Dejé a mis amigos en Bersheva y regresé sola a Tel Aviv, con una sensación confusa en mi pecho, en el estómago, y un poco más abajo. Me volví a hospedar en el Momos. Ni una cara conocida, nadie que me ayude con el idioma, y, con el teléfono tan a la mano. Hice la llamada que mi abuela decía no debía hacer, y esa misma noche un taxi me condujo a un departamento donde me esperaba ese tercer café. Fue una buena decisión, -uno de los mejores que he probado-.Los discursos de mi abuelita y los mitos sobre los judíos, se iban desmoronando.
Antes de salir del departamento, él me preguntó- “¿por que viniste?” “¿Es que estás sintiendo algo por mí?” Yo le respondí, con una sinceridad desconocida, quizá porque estaba a punto de dejar el país y no me importaba lo que pensara, o talvez porque finalmente mi abuela decidió callarse para siempre, o porque se desvanecieron las sensaciones confusas, no sé, pero la respuesta salió espontánea: “No, nada de eso, creo que solo necesitaba un poco de sexo, eso es todo” El se quedó mirándome con sonrisa de satisfacción, como si encontrara algo exótico digno de mostrar y dijo, “mi familia debe conocerte”.
En efecto, fui invitada a la cena del shabat, con toda su judía familia en pleno, incluida la abuela. Ignoro lo que les dijo de mí, pero me dieron el trato de invitada de honor, de nuera predilecta, de doncella sin pecado, que es exactamente como yo me empezaba a sentir.
Bernarda Gui
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